Un largo viaje. Un pequeño destello

Aquella mañana salió temprano con la intención de llegar pronto a su destino, pero como siempre el tráfico estaba imposible. Todos chocaban con todos, incluso él no paraba de chocar con otros individuos, mucho mayor que él. En cada choque perdía cada vez más energía. Cada vez tenía menos esperanzas de llegar a su destino. Se estaba acalorando cada vez más. Se rindió y se dejó llevar por todos esos individuos, estuvo chocando… y chocando… y chocando… cerca de 170000 años. De repente, empezó a sentir que algo le empujaba, una corriente ligera. Algo así como cuando pones la mano encima de un radiador. De pronto, vio la salida. Todo estaba oscuro, pero se veía capaz de iluminar el camino. Volvió a coger velocidad y, tras un breve instante en el que no comprendía como estando todo tan oscuro podía estar tan caliente, en poco más de 8 minutos llegó a su destino. Según se acercaba vio el lugar exacto al que iba. Se alegró y un instante después chocó irremediablemente. El choque provocó un pequeño destello de luz. Después de 170000 años, el fotón había llegado a su destino y había cumplido la misión de iluminar la lectura de alguien.

Las crónicas del Sintiente (Relato)

La casona

«… la puerta se abrió y no me podía creer lo que se hallaba ante mis ojos. A través de una neblina, que generaba una iluminación y convertía mi realidad en una película de terror en la que yo era el protagonista,  un ser amorfo, sólo puedo decir que  era  algo que parecía estar vivo, se revolvía intentando liberarse de aquella neblina y de los grilletes que lo mantenían sujeto a la las columnas de la sala.

Me quedé petrificado, delante de él, mirándolo. Cuando se percató de mi presencia, aquel ser amorfo, cesó en su esfuerzo de liberarse de sus ataduras y me miró atentamente. Sentía su respiración. Era fuerte. Abrió un orificio, que me pareció enorme, y escuché una especie de sonido… »

— ¡Pero quieres quitar el coche de ahí de una vez! ¡Algunos tenemos que trabajar pedazo de imbécil!

—¡A que no me lo dices a la cara!

Sobresaltado cerré el libro. «Mierda», pensé, «cuanto cazurro hay en el mundo». Tenía la ventana abierta y en la calle había montado un atasco monumental. Por lo visto, algún torpe quería aparcar un sedán en un hueco que, ya de por sí, era minúsculo hasta para un coche pequeño. Lo peor es que estaba empeñado en hacerlo y tenía pinta que no se iba a mover de ahí hasta que lo consiguiera.

La sirena de una ambulancia se empezó a escuchar. Venía por mi calle. «Ya se ha liado… a este paso van a tener que venir los bomberos, la policía y las fuerzas especiales del ejército»

Pensé en cerrar la ventana y seguir leyendo, pero con la que había montada en la calle lo único que evitaría el ruido sería una sala totalmente insonorizada.

Me levanté del sofá y fui a la cocina. Eché agua en un vaso y bebí un trago. Al dejar el vaso en la mesa, la superficie del agua vibraba de la cantidad de ruido que había en la calle.

— Me voy —dije en voz alta.

Cogí las llaves y salí de casa. Al bajar a la calle vi que el atasco era peor de lo que me imaginaba, llegaba hasta la plaza y parecía que se iba a quedar allí mucho tiempo.

Empecé a andar sin rumbo fijo. Tras cruzar varias calles y doblar varias esquinas, se me ocurrió que estaría bien ir al parque, podría respirar aire un poco más limpio.

Unos minutos más tarde estaba pasando bajo el arco metálico y oxidado que marcaba la entrada el parque. Había gente paseando a sus perros, o a ellos mismos, y algunos valientes cansando sus piernas a base de correr o pedalear en sus bicis.

Había silencio. Al menos, todo el silencio que puede haber en un parque en medio de una gran ciudad.

Llegué al centro del parque donde estaba la gran casona. Más de un siglo atrás, el parque había formado parte de los jardines que rodeaban la Casa marqués de Anquila. Cuando murió, la zona había pasado a ser propiedad pública, parece ser que por expreso deseo del generoso marqués, y se había convertido en parque. Eso sí, parece que el marqués no había dejado ningún legado económica al ayuntamiento y éste no había tenido dinero para arreglar la casona, aunque yo diría que lo que no había tenido es interés a la vista de los despilfarros de los que se jactaban a diario.

La casona, a pesar de no haber sido mantenida durante el último siglo, todavía se encontraba en relativas buenas condiciones. Las paredes y los tejados se mantenían en pie y sólo había alguna ventana rota gracias a las piedras que algún gracioso había tirado sorteando la alta valla metálica que la rodeaba. «Me pregunto si esos desgraciados también tirarán piedras a las ventanas de sus casas», pensé mientras imaginaba como detenían a ese gamberro y le prendían fuego a lo bonzo, «creo que a veces soy un poco sádico, a lo mejor me lo tengo que hacer mirar».

Había pasado muchas veces por este sitio y nunca había pensado en cómo sería por dentro, pero en Las crónicas del Sintiente la descripción de la casa donde estaba el ser amorfo era muy parecida a esta. «Mierda, por un maldito atasco he dejado el libro en lo mejor», pensé. «¿Habrá conseguido ya aparcar el torpe de sedán?». Ahora tenía curiosidad por ver el interior de la casa. «Podría iniciar una campaña para que se rehabilitara y lo convirtieran en un museo o algo parecido», me dije a mi mismo convencido de que era una buena idea.

Dejé la casa atrás y seguí caminando por el parque hasta llegar al lago. Allí vi a unos señores mayores echando pan a los patos del lago. Me sentí bien. Cuando tuviera la edad de esos señores a mí también me gustaría pasar el tiempo en el lago, dando de comer a los patos y recordando batallitas de juventud. Me quedé un rato mirándoles y pensando en cómo sería mi jubilación, si es que ese momento llegaba algún día.

Perdí la noción del tiempo, al igual que los señores mayores. Cuando me di cuenta el sol ya estaba ocultándose en el horizonte. Supuse que el atasco de mi calle ya habría terminado, así que decidí volver a casa. Además, estaban a punto de cerrar el parque y no me apetecía quedarme allí a dormir, los bancos eran un poco incómodos y a esas horas empezaba a refrescar, así que la noche sería aún más fría.

Pensé en salir del parque por el mismo sitio por donde había entrado, así que deshice el camino andado para llegar al lago. Volví a pasar por delante de la casona. Cuando ya dejaba atrás la casona, escuché un pequeño ruido que sobresalía sobre el silencio.  Me di la vuelta y vi una sombra agachada junto a la valla que rodeaba la casona.

La curiosidad venció al miedo y me acerqué todo lo que pude sin hacer ruido escondiéndome detrás de un árbol.

Se trataba de una persona que parecía estar haciendo un agujero por debajo de la valla. A la vista de cómo se agachaba, daba la impresión de que el agujero estaba prácticamente terminado. Me quedé un rato mirándolo y unos minutos después salió del agujero por el lado de la casona. Parecía contento. Volvió a salir fuera y tapó el agujero con un arbusto que había arrancado. Daba la impresión que el arbusto estaba en ese lugar permanentemente por lo que el agujero no se vería durante el día.

La persona se levantó. Entre las sombras parecía un hombre alto y fuerte. Cogió algo que parecía una pala y se marchó sin mirar atrás. Me acerqué para ver el agujero. Efectivamente el arbusto lo tapaba completamente y parecía no haber nada extraño allí. Dudé entre mover el arbusto o irme a casa. Al final el frio que empezaba a tener venció y decidí irme a casa. Mañana volvería para avisar a los jardineros del parque y que miraran lo que había allí. Mientras iba hacia la salida, pensé que se había creado el ambiente adecuado para seguir leyendo y averiguar que le pasaba al ser amorfo y al protagonista de Las crónicas del Sintiente.

¡Pero…! —exclamé cuando llegué a la puerta del parque y vi que ya estaba cerrada.

Grité para ver si alguien me escuchaba, pero parecía que era la única persona que había allí. Ni siquiera pasaba nadie por la calle. Salí corriendo hacia otra de las entradas al parque, pero al llegar también estaba cerrada. A través de esa segunda puerta vi una silueta de que era igual a la del hombre que había visto junto a la casona. «Al menos a ese le ha dado tiempo a salir. Mejor, no me hubiera gustado quedarme sólo con él».

Ya tenía frío y no sabía dónde meterme. Había luna llena y por lo menos había algo de luz. Las farolas de la calle también iluminaban algo, pero cerca del centro del parque no ayudaban mucho.

Estaba asustado.

No quería quedarme quieto. Si lo hacía, tendría más frío, así que empecé a caminar por el parque. Con suerte me encontraría a algún guarda y le pediría que me abriera una puerta o, por lo menos tendría compañía. Era una experiencia extraña, me preguntaba si alguien más se habría quedado encerrado en el parque alguna vez.

Mientras caminaba, iba mirando continuamente a todos los lados por si hubiera alguien. Hubo momentos en los que sentí que alguien iba detrás de mí, pero debió ser el miedo. En una de esas vueltas que di al parque pasé por delante de la casona. «¿Y si me meto por el agujero e intento entrar en la casona? Por lo menos no pasaría frío».

Asustado, me dirigí al arbusto mientras miraba alternativamente a la casona y al alrededor con la esperanza de encontrar a alguien. Lo aparté y ahí estaba el agujero. Me introduje por él. El hombre misterioso había hecho un buen trabajo. Como yo no era tan alto como él, entraba a través del agujero perfectamente.

Una vez dentro miré la casona con más curiosidad que miedo. Parecía más grande desde este lado de la valla. Fui hacia la puerta de entrada a la casa. No tuve que hacer ningún esfuerzo para abrirla. Era como si alguien hubiera intentado abrirla antes y no la hubiera cerrado. Me asusté aún más.

Entré con cuidado. El suelo crujía a cada paso. La humedad y el tiempo habían hecho mella en la casa. Todavía me sorprendía que estuviera en tan buen estado. La luz de la luna entraba por las ventanas y junto con el polvo que levantaba al andar, se creaba un ambiente misterioso.

Seguí avanzando por la casona y exploré las salas. El salón todavía conservaba los sillones y algunas sillas, pero las paredes estaban desnudas. Se notaba que alguna vez hubo muchos cuadros colgados de ellas, pero debieron ser robados antes de que se pusiera la valla alrededor. La chimenea se había derrumbado y en la cocina había tantas telarañas que ni se me ocurrió entrar.

Volví sobre mis pasos y llegué a unas escaleras que subían a la planta de arriba. Al tocar la barandilla se deshizo entre mis dedos. No sabía si subir, por si los escalones sufrirían el mismo destino y daría con mis huesos en el suelo. Al final, me armé de valor y subí.

Arriba estaban los dormitorios. Una puerta cerrada llamó mi atención. La empujé ligeramente y no pasó nada. Volví a empujar con más fuerza.

La puerta se abrió y no me podía creer lo que se hallaba ante mis ojos. A través de una neblina, que generaba una iluminación convirtiendo mi realidad en una película de terror en la que yo era el protagonista,  un ser amorfo, sólo puedo decir que  era  algo que parecía estar vivo, se revolvía intentando liberarse de aquella neblina y de los grilletes que lo mantenían sujeto a la las columnas de la sala.

Me quedé petrificado, delante de él, mirándolo. Cuando se percató de mi presencia, aquel ser amorfo, cesó en su esfuerzo de liberarse de sus ataduras y me miró atentamente. Sentía su respiración. Era fuerte. Abrió un orificio, que me pareció enorme, y escuché una especie de sonido.

«…Era un sonido gutural. No entendí lo que dijo. Mi cabeza me decía que me diera la vuelta y empezara a correr escaleras abajo hasta salir de la casona. Escurrirme por el agujero y salir hasta la puerta del parque para pedir ayuda. Pero mis piernas no reaccionaban. Estaba bloqueado. El ser amorfo volvió a emitir un sonido. Esta vez le entendí.

—¿Quién eres? ¿Eres tú el que ha venido a liberarme?

No respondí. El ser amorfo comenzó a reírse a carcajadas.

—No hace falta que me liberes —dijo, mientras tiraba con fuerza de los grilletes liberándose de ellos.

Seguía sin poder moverme. Mi garganta estaba seca y mis músculos agarrotados. Sentí un calor abrasador cuando el ser amorfo se acercó hasta mí y abrió el gran orificio que tenía por boca.

—Soy un sintiente y tu destino es alimentarme.

Seguía sin poder articular palabra.

Abrió la boca aún más y en ese momento sentí su saliva cubriéndome la cabeza.

Durante un par de segundos sentí como mi cabeza estaba dentro de su boca. Mi cuerpo no estaba unido a ella.

FIN»

Apagué el ebook.

«Bueno». Pensé. «Como concepto de un relato enlazado dentro del mismo relato no está mal. No deja de ser original. Pero, se nota que es un autor novel. El final es pobre, el comienzo también y se pasa demasiado tiempo en el parque. Puede que algún día lo haga mejor. O no. Creo que este tío y yo haríamos buenas migas paseando por El Retiro y contándonos historietas fantásticas. Pero sigo creyendo que es un mal imitador de Lovecraft…

El sueño de las olas (Relato)

A Sara

Sarahnay

Caía la noche y con ella se levantaban los sueños. Nalu había pasado el día encerrada en su rutina. Una rutina que no la llenaba. Una rutina que hacía que cada día fuera más largo que el anterior y que le hacía pensar que nada merecía la pena. Pero, por fin, llegaba la noche y podía dedicarse a soñar. No un sueño de los que tienes cuando duermes, sino de los que disfrutas cuando estás despierto.

—Echo de menos el mar —pensó en voz alta.

Ese era su sueño. Vivir junto al mar y disfrutar del mar. Necesitaba poco para ser feliz. Un bañador y una tabla de surf. Lo demás era accesorio. Quizá un trabajo a tiempo parcial en algún chiringuito de playa para poder ganar algo de dinero y alquilar un sitio donde vivir.

—¡Ay! Las olas.

Sus sueños estaban dominados por las olas. Olas grandes. Olas pequeñas. Cualquiera era suficiente siempre que pudiera remar delante de ella tumbada en la tabla y, en el momento que estuviera encima, levantarse con esos tres movimientos, que parecen ser sólo uno, y deslizarse sobre ellas. Cabalgar sobre ellas. Girar y volver a girar, intentando llegar hasta el final. Intentando llegar hasta el momento en que la ola se convierte en espuma, el spray te cubre todo el cuerpo y te dejas caer al agua.

—La mejor sensación del mundo. Caer desde la tabla, después de haber aguantado la ola hasta el final, y que el agua te cubra entera. Sumergir la cabeza y salir, cuando se acaba el aire, para respirar triunfante.

Una y otra vez, Nalu se recreaba en sus experiencias pasadas con las olas. Recordaba la primera vez. Como le dolían músculos que ni siquiera sabía que tenía. La frustración de no poder levantarse de la tabla. La alegría de la primera vez que se levantó y la alegría de la primera vez que se deslizó sobre las olas.

Tras esas primeras veces, el surf parecía haberse convertido en un parásito que utilizaba su cuerpo como huésped. Un parásito que, pasara lo que pasara, dirigía su vida al mar y a estar encima de una tabla. Cuando no lo conseguía, el parásito la torturaba haciendo que cualquier cosa que buscara en internet tuviera relación con el mar para que, de este modo, el surf se convirtiera en una obsesión y todo lo que hiciera estuviera encaminado a volver al mar.

—¡Ya basta! No sé qué hago aquí… tengo que dejarlo todo y dejar de soñar por las noches para vivir el sueño por el día.

Pero, dejarlo todo no era fácil. Por dónde empezar, ¿dejaba el trabajo? ¿Abandonaba a la familia? ¿Abandonaba a los amigos? ¿Cómo conseguir el trabajo que necesitaba para vivir con el surf? ¿Dónde vivir? ¿Qué playa sería la que más feliz le haría?

Muchas preguntas y pocas respuestas. La decisión era importante. Un cambio radical. Una nueva vida. Tenía que empezar por el principio, pero ¿por dónde empezar?

Poco a poco el sueño que tenía estando despierta se acababa y se acercaba el sueño que dominaba cuando estaba dormida.

—No es el mismo sueño, no sé si soñaré con el mar —decía mientras bostezaba y cerraba los ojos—, ni si lo recordaré…

Mañana sería otro día. Otro día rutinario en el que, al llegar la noche, volvería a soñar despierta y se volvería a repetir las mismas preguntas.

Algún día tomará la decisión aun sabiendo que tomar esa decisión no es fácil.

La despedida (Relato)

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Ha pasado más de un año desde la última vez que nos vimos. Esa vez el encuentro había sido distinto al de la vez anterior.

Recuerdo que había estado callado y distante, como si me estuviera haciendo el interesante, esperando a que tú me preguntaras, para yo poder darte una respuesta evasiva y ser más interesante aún. No era el caso. No sé porque era, simplemente estaba así.

La última vez que nos vimos fue diferente. Nada más verte, me acerqué a ti como si me hubieran empujado. Nos dimos dos besos, como si hiciera años que no lo hiciéramos. Te miré a los ojos, algo que nunca hago. Y sé que te diste cuenta, porque evitabas mi mirada. No estás acostumbrada a que lo haga. Estuvimos hablando. Hablamos mucho. Tampoco estás acostumbrada a que hable y también te diste cuenta. El tiempo pasaba. Casi no bebimos. Ni comimos. Sólo hablábamos. El tiempo pasó y la noche se acabó. Nos fuimos al metro. Por fin llegamos a tu estación y llegó el momento de despedirnos. Lo hicimos dos veces. La primera vez, estaba preparado. Nos deseamos que hasta la próxima vez que nos viéramos todo fuera bien. Nos prometimos que no pasaría tanto tiempo hasta la próxima vez. Esto también había pasado otras veces. El metro se paró. Nos dimos dos besos y las buenas noches. La segunda vez no lo esperaba. Bajaste del vagón. Te quedaste mirando por la ventana. Yo no te miraba. Cuando el tren volvió a arrancar, te busqué en el andén. Quería verte marchar, pero no caminabas. Estabas mirándome. Sonreíste y agitaste la mano para despedirte por segunda vez. No estaba preparado.

Después de un año volveremos a vernos. Supongo que volveremos a saludarnos. Supongo que volveremos a hablar. Pero lo que de verdad estoy deseando es que llegue el momento de la despedida. Esta vez prometo estar preparado.

Los troncos de madera (Relato)

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Siempre me ha gustado ir a la casa del campo, sobre todo cuando era niño. Había tanto sitio para jugar, correr, saltar, esconderme… Es algo que en la ciudad nunca he podido hacer. Si quería jugar con mis amigos, tenía que hacerlo en casa. Si salíamos a la calle corríamos el peligro de ser atropellados por un coche. O peor, por un peatón despistado y ensimismado en sus pensamientos. Los señores trajeados eran los peores. Siempre con prisas. Siempre a sus cosas. Si eras más pequeño que ellos no existías y, por lo tanto, podían pasar por encima de ti sin darse cuenta. Si te hacían daño y te ponías a llorar les daba igual.

Por eso me gustaba tanto el campo. Tenía mucho espacio para mí solo. El único problema es que lo hacía todo yo solo.

En realidad, no estaba solo del todo. Tenía amigos imaginarios. Esos amigos que siempre están ahí para hacer lo que tú quieras y que nunca te defraudan. Salvo que quieras que te defrauden, claro. Siempre había algún amigo imaginario con el que te enfadabas y lo sacabas de tu vida. Lo extraño era que el enfado era real.

— Hijo, ¿qué te pasa? —me preguntaba mi madre.

—El Andrés, que dice que prefiere jugar al futbol en lugar de al baloncesto. ¡No quiero jugar con él más! —. Le decía a mi madre cabreado, mientras ella se reía.

Pero no todo eran amigos imaginarios. En la casa de al lado, a unos cinco minutos corriendo, a la velocidad de un niño de seis años, vivía una pareja de ancianos. Habían vivido allí toda su vida. No conocían la ciudad. Y eran muy felices. Tampoco habían tenido niños, así que estaban encantados de que fuera a visitarles. Me encantaba ir allí. Siempre tenían dulces caseros. Antonia, que era como se llamaba la señora los preparaba con mucho cariño. Me decía que los preparaba exclusivamente para mí. Cada vez que llegaba a la casa de campo, ella estaba atenta para ver si yo estaba por allí y se ponía a prepararlos. Magdalenas, bizcochos, hojaldres de todo tipo,… y mucho chocolate. A veces pensaba que en algún lugar escondido de la casa había una fábrica de chocolate, pero no me quería decir el lugar por si me quedaba a vivir con ellos. Aunque creo que eso no les habría importado lo más mínimo.

Solía ir a la casa del campo dos o tres veces al año, hasta que llegué a la adolescencia y empecé a conocer chicas. Como mis padres no conseguían que me fuera al pueblo con ellos, y no querían dejarme solo, empezamos a quedarnos en la ciudad para que yo saliera con mis amigos y mis amigas.

Pasó el tiempo y conocí a una chica. Empezamos a salir juntos.

Cuando los dos cumplimos los dieciocho años, que se suponía que ya éramos mayores de edad, empezamos a querer cierta independencia. Lo de vernos en la ciudad, siempre rodeados de nuestros amigos era agobiante. No teníamos intimidad. Le propuse pasar alguna temporada en la casa del campo. Le pareció buena idea, sobre todo porque no teníamos ningún tipo de ingreso que nos permitiera irnos a cualquier otro sitio. Aunque me saqué el carné,  nunca me ha gustado conducir, pero ella también se sacó el carné y sus padres le dejaron el coche.

Dicho y hecho. El primer fin de semana que pudimos escaparnos, nos fuimos a la casa del campo.

Cuando llegamos, se notaba que no había pasado nadie por allí muy a menudo. La puerta de entrada estaba atascada, el jardín estaba hecho una pena y la casa tenía más telarañas que el bosque de Abernethy.

Sin embargo, yo lo único que veía era aquellos años de mi infancia felices con mis amigos imaginarios y con los dulces…

— …de la señora Antonia —. Pensé, sin darme cuenta que lo había dicho en voz alta.

— ¿Qué has dicho? —me preguntó Vicky.

— Nada. Estaba pensando en voz alta. Al llegar aquí me he acordado de una pareja de ancianos que vivía en la casa que se ve allí, a lo lejos —. Dije, mientras señalaba por la ventana mugrienta. — Cada vez que venía aquí, la señora Antonia me preparaba unos dulces deliciosos. Me he dado cuenta de que los echo de menos. Creo que debería ir a saludarles —. Continué mientras sonreía.

A Vicky le pareció buena idea.

Dejamos nuestras mochilas en la habitación donde solía dormir cuando iba allí. Quitamos unas cuantas telarañas rápidamente y salimos de la casa para ir a ver a mis queridos vecinos.

Pareció que había pasado una eternidad mientras caminábamos, nunca había tardado tanto. Pero enseguida recordé que, aunque mis pasos eran más cortos, de pequeño iba a todos lados corriendo, por lo que tardaba mucho menos.

Al llegar allí noté que, la casa y el jardín estaban casi tan descuidados como la mía. Parecía que allí no había estado nadie en mucho tiempo. Me preocupé. Supuse lo peor: que mis queridos vecinos habían fallecido y no me había enterado.

Llegamos a la puerta y llamamos. Parecía no haber nadie. Tampoco se escuchaba ningún ruido. Tras esperar un par de minutos, volvimos a llamar. Al principio escuchamos lo que parecía ser un ligero crujido de madera que venía de lejos. Poco a poco el ruido se hizo más audible y pasado un momento vimos que la puerta comenzaba abrirse.

Frente a nosotros apareció una mujer muy anciana, desfigurada, con cara de cansada y a la que parecía que le costaba estar de pie. Nos miró, sonrió e intentando ser amable nos preguntó qué deseábamos.

— Buenos días señora Antonia, veo que no se acuerda de mí. Soy Jorge, el niño de la casa de al lado que venía de la ciudad para estar con ustedes y disfrutar de los dulces que preparaba para mí.

Me volvió a mirar de arriba abajo, parecía no saber quién era yo. Pero no perdió el gesto amable, ni la sonrisa. Al cabo de un tiempo, dio un paso hacia adelante. Se tambaleó y me acerqué para ayudarle. Me abrazó.

— ¡Qué alegría verte Jorge! —Dijo mientras intentaba zarandearme— Ahora sí que me acuerdo de ti. Perdona que no te haya reconocido antes, pero mi vista y mi cabeza ya no son las de antes.

— No se preocupe —. Le respondí— Entiendo que hace mucho tiempo que no me veía. He venido con mi novia a pasar unos días alejados de la ciudad y quería venir a saludarles y a presentársela. Ella es Vicky.

— Encantada de conocerla —dijo Vicky mientras se acercaba a ella para darle un beso.

— Qué chica más guapa —. Me dijo — Has elegido a una buena chica.

Asentí, sonreí y cogí a Vicky de la mano para mostrarle que estaba de acuerdo.

Me di cuenta de que no aguantaba más tiempo de pie, así que le dije que si le importaba que entráramos para que estuviera sentada y pudiéramos hablar más tranquilos.

Nada más entrar me fijé que no había nadie más allí. No sabía si preguntarle por su marido, pero no podía hacer otra cosa. Una vez se puso cómoda en el sillón, lancé la pregunta.

— Antonia, ¿el señor Juan está por aquí?

La sonrisa que había en su cara se borró y apareció una mueca de tristeza. Me lo confirmó.

— Mi marido no está aquí. Desapareció.

— Lo siento mucho.

— No ha muerto —. Me corrigió— O al menos eso creo. Simplemente desapareció.

Me imaginé que no quería admitir que su marido había muerto. Vivir tantos años juntos y perder a la persona que te lo ha dado todo, no es fácil.

—Bajó un día al sótano a por leña para la chimenea y nunca más lo he vuelto a ver

— No lo entiendo, ¿cómo que no lo ha vuelto a ver? —Dije extrañado.

— Sí. Era invierno y hacía frío. El fuego se estaba apagando y dijo iba a por leña al sótano. Pasaron diez minutos y no subía. Le llamé desde aquí, pero no respondió. Le volví a llamar y seguía sin responder. Entonces bajé al sótano y allí no había nadie.

— ¿Cómo puede ser eso? ¿Le vio bajar al sótano?

— Sí, estaba en la cocina cuando empezó a bajar y me quedé allí todo el tiempo. La entrada al sótano se ve desde la cocina.

— ¿Y qué hizo?

— Llamé a la policía. Pero no vieron nada, no había ningún rastro de mí marido. Me tomaron por una vieja loca. Les dije que mi marido vivía aquí, les enseñé su ropa. Pero debieron pensar que había muerto hacía algún tiempo y que yo seguía obsesionada con que él estaba vivo. Pedí ayuda a los vecinos para que le contaran a la policía que seguía vivo, pero tampoco les hicieron caso. Ellos también son mayores y debieron pensar que también están locos.

— Todo eso muy extraño. La conozco, sé que no está loca. ¿Le importa que bajemos nosotros al sótano a ver que vemos?

— ¡Por favor! —Exclamó.

Cogí a Vicky de la mano y los dos fuimos hasta la entrada del sótano. Empezamos a bajar por las escaleras. Si el resto de la casa parecía abandonada por falta de limpieza, el ambiente que había en el sótano no era el más adecuado para alérgicos al polvo.

Llegamos abajo y encendimos la luz. Una simple bombilla que colgaba del techo. No iluminaba mucho, pero sí lo suficiente como para dejarnos ver donde estábamos.

Nos dirigimos al montón de la leña. Estaba lleno de telarañas, se notaba que nadie lo había movido en mucho tiempo. Me pregunté si habría encendido la chimenea alguna vez en todo este tiempo.

No vimos nada extraño tras un primer vistazo. Sin embargo, después de un examen más detallado, nos fijamos que a la derecha del montón había dos troncos que estaban descolocados. El montón era, por decirlo de alguna manera, una obra de arte. Estaban todos los troncos colocados unos encima de otros y ninguno parecía estar fuera de lugar. Por eso nos llamó tanto la atención que hubiera dos troncos descolocados.

Nos acercamos para verlos más de cerca. No parecía haber nada extraño. Vicky se agachó para cogerlos y volver a ponerlos sobre el montón.

En ese momento, la luz de la bombilla empezó a titilar. Un viento intenso, que no supimos de donde venía, empezó a inundar el sótano. El suelo comenzó a agrietarse, justo debajo de los pies de Vicky. Al momento, lo que parecían manos deformes salieron de las grietas del suelo y agarraron a Vicky por los tobillos. Cada vez había más manos. Vicky gritó. Me miró pidiendo ayuda. La cogí por los brazos y tiré de ella con la intención de llevarla hacia las escaleras para salir de allí, pero la fuerza con la que tiraban las manos era mucho mayor. Perdí el equilibrio y caí al suelo. Mis manos se soltaron de sus brazos. Vicky empezó a desaparecer bajo el suelo. Gritaba. Sus ojos me miraban. Estaban llenos de miedo. Al final desapareció del todo. En ese mismo instante la grieta se cerró. El viento dejó de soplar.

Estaba temblando de miedo. Lloraba. Me aproximé a donde se había abierto el suelo. Empecé a rascar con fuerza. Intentaba volver a abrir la grieta. Nada. Miré a los troncos. Estaban en la misma posición que al principio. Las telarañas seguían intactas.

Corrí escaleras arriba gritando.

— ¡Antonia, Antonia! ¡El suelo se ha tragado a Vicky! ¡Ya sé lo que le pasó a Juan!

Antonia estaba en el salón, me miró extrañada.

— ¿Quién eres? ¿Qué haces en mi casa?

— Pero, Antonia, por favor, llame a la policía ya sé lo que…

— Fuera de mi casa —. Me dijo mientras cogía el bastón sobre el que se apoyaba para andar y se levantaba del sillón

— Pero, Antonia…

Se acercó hacia mí e intentó golpearme con el bastón mientras gritaba.

— ¡Fuera! ¡Fuera! ¡O llamo a la policía!

Salí corriendo de allí desorientado. Fui a la primera casa que me encontré, llamé a la puerta y no me abrieron. Seguí corriendo hasta que llegué a otra casa. Me abrió un señor mayor.

— ¡Por favor, llame a la policía, ha ocurrido algo muy extraño! —Le dije.

El señor cogió una escopeta que tenía al lado de la puerta y me dijo.

— Márchate o disparo.

Me quedé más pálido de lo que ya estaba.

Empecé a correr en dirección a mi casa. Cuando llegué cogí mi teléfono y llamé a la policía. Cuando intentaba explicarles lo que había pasado, se empezaron a reír.

— Otro con la misma historia de la casa encantada. Este pueblo se está llenando de locos. Me colgaron el teléfono.

Cogí las llaves del coche. No había vuelto a conducir desde que me había sacado el carné. Mientras volvía a la ciudad iba pensando en que iba a hacer, ¿iba a mi casa? ¿Iba a la de Vicky? Estaba confuso.

Sin darme cuenta, aparqué en la puerta de casa de Vicky.

Subí rápidamente y me abrió su madre. Le conté la historia. Inmediatamente se puso a gritar y a llorar. Y lo más sorprendente, me acusó de haber secuestrado y asesinado a su hija. Llamó a la policía.

Yo no sabía muy bien que hacer. Me quedé inmóvil hasta que llegó la policía. Les empecé a contar lo que había pasado, pero antes de terminar me detuvieron. Me llevaron a la comisaría. Aquella fue mi primera noche en la cárcel.

Mis padres me buscaron un abogado. La policía intentó recrear la escena. Fuimos a casa de Antonia, que amablemente les recibió. Dijo que no me conocía de nada. A mis padres tampoco. Les permitió que bajar al sótano. Los dos troncos seguían allí. Cubiertos de telarañas. Les dije que no los tocaran. Los cogieron. No pasó nada.

Mi historia no se sostenía. Y el cuerpo de Vicky no apareció. Me juzgaron. Me declararon culpable de asesinato. Me encerraron en la cárcel.

Aquí sigo.

Escribo esto para que quede constancia de la verdadera historia. Nadie me creerá. Pero es la verdad…

La ventana abierta (Relato)

edificio

Había sido una comida estupenda. La compañía había sido mejor aún. Habíamos pasado todo el rato riendo y contándonos situaciones divertidas que nos habían ocurrido juntos. Al principio habíamos estado bastante callados. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y, aunque fuimos realmente amigos en el pasado, la llama se había apagado. Parece que el vino la volvió a encender. Dos botellas después, no podíamos parar de reír.

Salimos a la calle y empezamos a caminar en dirección a la estación de metro.

— Me lo he pasado muy bien —me dijo—. Me ha alegrado mucho verte.

— Yo también me lo he pasado muy bien —respondí—. Reconozco que me he sentido extraño al principio, pero luego ha sido divertido.

— ¿Por qué te sentías extraño? Siempre nos hemos llevado muy bien.

— Ya, pero hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Ha sido como una primera cita. Sentía que me iba a encontrar con una persona a la que no conocía. La verdad, estaba nervioso.

Ella se echó a reír.

— ¿De qué te ríes? —le pregunté.

— De nada —dijo mientras bajaba la mirada y se formaba una sonrisa tímida en su mirada—. Admito que yo también me sentía así.

Podría decir que fue un momento extraño. Nos quedamos en silencio, mientras nos acercábamos al metro. Sin embargo, el silencio no duró mucho. Ella lo rompió.

— No te he contado todo… Hay más.

Siempre he respetado los secretos de los demás. Si alguien no quiere contarme algo, no le presiono. Si quiere contármelo, simplemente me callo, escucho y dejo que me lo cuente.

— Cuando me fui a vivir a Francia, conocí a alguien —continuó—. Como se suele decir, fue un amor a primera vista. Después de tres semanas de pura pasión, me pidió que me casara con él. Ni siquiera pensé la respuesta, le dije que sí.

Yo la estaba escuchando sin decir nada, pero en ese momento sentí que debía decirle algo.

— ¡Enhorabuena! —fue lo primero que se me ocurrió—. Me alegro por ti.

— Nos casamos al día siguiente —siguió contándome la historia como si no la hubiera interrumpido, mientras la sonrisa tímida desaparecía y su cara se ponía cada vez más seria—. No sé cómo consiguió que el ayuntamiento de Montagnac nos permitiera hacerlo sin previo aviso.

» Cuando llegamos al ayuntamiento, nos estaba esperando un amigo suyo en la puerta. Hasta ese momento no había conocido a ningún amigo suyo. Prácticamente sólo salíamos de casa para ir a trabajar. Me lo presentó y me dijo que actuaría como nuestro testigo para que la boda pudiera ser legal.

» El acto fue breve. No creo que durara más de diez minutos. Tras salir del ayuntamiento, mi ya marido se despidió de su amigo y nos fuimos a casa. No tuvimos luna de miel. Bueno, sí la tuvimos, pero no fue una luna de miel corriente. No salimos de casa. Aunque lo correcto habría sido decir que no salimos de la cama. Creo que durante ese tiempo no tuve ninguna necesidad de comer, ni de ir al baño, ni de nada que no fuera estar con él.

» Pasado el periodo que nos habían dado en nuestros respectivos trabajos para disfrutar de la luna de miel, volvimos a nuestra rutina.

» En mi primer día de trabajo, tras volver, todos mis compañeros me dieron la enhorabuena y no pararon de hacerme preguntas. Lo que más les interesaba saber era quién era él. De dónde era. Dónde trabajaba. No supe que responder. Le había conocido en el supermercado de Montagnac y antes de salir de allí ya estábamos juntos. Supuse que era del pueblo porque vivía allí, había estado en su casa (ahora vivía yo también allí), pero no se lo había preguntado. La única pregunta a la que supe responder fue su nombre: Elouan.

» Ninguno de mis compañeros lo conocía. Cuando les dije donde vivía, uno de ellos me comentó que vivía en el mismo edificio. De hecho vivía en el piso de arriba. Yo no sabía nada. Al principio me ruboricé. Pensé que quizá nos había escuchado derrochar pasión y sentí vergüenza. Pero luego me dijo que ese apartamento llevaba desocupado varios meses. Durante todos esos meses no había escuchado ningún ruido. Incluso me dijo que el anterior inquilino se había dejado una ventana abierta al marcharse que se podía ver desde la calle.

» No recordaba que ninguna ventana hubiera estado abierta en ningún momento. Pensé que me estaba tomando el pelo, así que me reí y les dije que ya era hora de volver al trabajo. El permaneció serio.

» Pasó el día y llegó la hora de irme a casa. Cuando me acercaba al edificio, sin darme cuenta, miré hacia la ventana que mi compañero decía que permanecía abierta. Estaba cerrada. Pensé que realmente me había estado tomando el pelo. Subí a casa, abrí la puerta y pasé al salón. Estaba deseando abrazar a mi marido y comérmelo a besos. Pero no pude. No estaba sólo. Estaba con su amigo, el que actuó como testigo de nuestra boda.

» Los dos estaban muy serios, diría que incluso nerviosos. Saludé al amigo de mi marido y me acerqué a él para darle un beso. Me evitó.

» Le pregunté qué ocurría, pero me no me dio una respuesta. En su lugar me dijo que debíamos irnos inmediatamente. No me dio más explicaciones.

» Primero le pedí cariñosamente que me dijera por qué. Se negó. Luego se lo exigí. Su amigo se levantó del asiento y me sujetó por la espalda. Le pedí que me soltara. Le dije a mi marido que hiciera algo. Empecé a gritar. Se dio la vuelta, fue al armario y sacó un pequeño cofre. Había visto antes ese cofre, pero pensaba que era un adorno. Se aproximó hacia mí con él en la mano. Me miró a los ojos y lo abrió lentamente. Una luz empezó a brillar en el interior del cofre. A medida que lo abría la luz empezó a brillar más y más, hasta que el cofre estuvo abierto completamente. Toda la habitación estaba inundada por una luz cegadora. Mi marido y su amigo empezaron a recitar algo que parecían unos versos o un conjuro… No lo sé, estaba aturdida y confundida. Parecía que mis gritos se desvanecían, como si se estuvieran escapando a otra dimensión.

» Cuando estaba a punto de desmayarme, la puerta del apartamento se abrió de golpe. Mi marido cerró el cofre y se dirigió hacia la puerta. Su amigo me soltó e hizo lo mismo. Caí al suelo. Aturdida, miraba la escena. Mientras se dirigían hacia la puerta, los vi aumentar de tamaño, transformarse, deformarse. De repente entraron varios policías. El ser deforme que antes se parecía a mi marido, golpeó a uno de ellos y lo tiró al suelo. Su amigo abrió la boca, de una manera que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula, e intentó meterse la cabeza de otro policía en la boca. Le esquivó por poco mientras sacaba su arma y le disparó. Debió sentir algo cuando la bala le atravesó, porque se alejó de la puerta y se dirigió hacia la ventana. Antes de llegar a ella, el policía volvió a disparar. Lo hizo varias veces. Al final cayó al suelo. Quedó inmóvil. Mi marido seguía allí. De su boca salía lo que podría ser saliva, pero era un líquido más viscoso. Se abalanzó sobre los policías que quedaban en pie. Todos le dispararon a la vez. Cayó al suelo. Dejó de moverse. Me desmayé.

» Después de un tiempo, me desperté. Estaba en una habitación, sucia. Como si nunca hubiera vivido nadie allí. Había alguien encima de mí. Era mi compañero de trabajo. Mi vecino de arriba. Alrededor de nosotros estaba la policía. Mirando las paredes. Mirando el suelo. Eso era todo lo que podían mirar. No había nada más.

» Cuando hube recuperado el conocimiento por completo, mi compañero me explicó lo que había pasado. Cuando le conté la historia de mi marido en la oficina, se había quedado preocupado. Estaba seguro que en ese apartamento no vivía nadie, así que al salir de la oficina, se fue a ver a la policía para contarles que quizá el apartamento pudiera haber sido ocupado. También les contó que yo le había dicho que vivía allí con mi marido, pero no le parecía que yo fuera una de esas personas que van ocupando casas. Algo no encajaba. Al principio, la policía no quería hacer nada, pero uno de ellos tenía sus dudas. Hacía poco había tenido que realizar una intervención en ese edificio. Por lo visto una pareja había estado discutiendo en la puerta de al lado y tuvo que ir para intentar atajar el problema. Al final la mujer puso una denuncia y se emitió una orden de alejamiento contra el hombre y tuvo que abandonar el domicilio. A raíz de esa intervención, de vez en cuando se pasaba por allí para hablar con la mujer y comprobar que el hombre no se había vuelto a acercar a la casa. En los últimos dos meses había estado allí un par de veces. Una de ellas, notó que todo estaba muy tranquilo y le preguntó a la mujer si no vivía nadie en el piso de al lado. La mujer le dijo que llevaba tiempo desocupado. Al salir, por curiosidad puso la oreja en la puerta. Se escuchaban unas voces distantes. Parecían estar recitando unos versos, pero desde el otro piso no se escuchaba nada. También le pareció ver un resplandor por debajo de la puerta. Le pareció extraño porque la mujer le había dicho que no había nada. Pensó que quizá hubiera una ventana abierta y que los ruidos vinieran de la calle. Al salir a la calle, vio que efectivamente la ventana estaba abierta. No sé quedó muy tranquilo, pero se marchó. Ese policía fue el que animó al resto a pensar que debían acercarse e investigar. No se imaginaban lo que iban a encontrarse. Tampoco se creyeron lo que vieron.

» Me levantaron del suelo, miré hacia la ventana. Estaba abierta.

» Eso fue demasiado para mí. Volví a mi antiguo apartamento. Estaba asustada. No podía dormir. No podía trabajar. No tenía vida. Decidí volver a España. Hace dos semanas recibí tu llamada y pensé que sería buena idea volver a vernos. Y aquí estamos.

Estaba perplejo. Había escuchado toda la historia atentamente. Era increíble. No me la podía creer.

— Estás bromeando —le dije–, no me lo puedo creer.

— Te entiendo —me dijo ella—. Yo tampoco me lo creería. Pero es cierto.

— ¿Tienes alguna idea de qué es lo que pasó? ¿Te dijo algo más la policía?

— No. Ni ellos los saben —y añadió—. Tengo miedo…

Quería tranquilizarla. Decirle que no tuviera miedo. Estaba en casa. En su verdadera casa. Con su familia. Sus amigos. Y ninguno íbamos a permitir que le pasara nada. Pero no soy bueno haciendo esas cosas. Sobre todo porque yo también tenía miedo.

Simplemente la miré, la cogí del brazo y nos abrazamos.

Mientras me contaba la historia, habíamos seguido caminando. Hacía tiempo que nos habíamos pasado la estación de metro. Y también las dos siguientes. Estábamos cerca de su casa. De casa de sus padres, donde había vuelto.

— Te acompaño a casa —le dije mientras me separaba de ella.

Ella no dijo nada. Empezamos a caminar de nuevo hasta su casa. Subimos las escaleras y su padre abrió la puerta. Nos habíamos conocido hace unos cuantos años. Me reconoció. Me saludó. Le saludé. Vio que mi cara era una mezcla de seriedad y miedo. Comprendió que su hija me había contado la historia. Me dio las gracias por llevarla a casa. Me despedí de ellos y me fui.

Desde ese día nos vemos casi a diario. Salimos a tomarnos unas cervezas, a comer o simplemente a pasear. A veces, incluso nos reímos. Hasta ahora no hemos vuelto a hablar de lo que pasó en Francia. No sé si ella ha descubierto algo más. No sé si la policía le ha contado algo más. No sé si ha vuelto a dormir. Pero no se lo voy a preguntar. Si me quiere contar algo, simplemente me callaré, la escucharé y si es necesario la abrazaré. En estos momentos yo también tengo miedo.

Infierno en la ciudad (relato)

infierno

Aquella mañana todo parecía normal. El Sol todavía no había empezado a despuntar, pero yo ya estaba terminando el desayuno mientras me tocaba los bolsillos, para asegurarme de que no olvidaba nada.

Cerré la puerta de mi casa y fui directo al ascensor. Parecía que no funcionaba. No me preocupó, normalmente bajo andando las escaleras. Es el poco ejercicio que hago al día. Debería hacer más, aunque sólo fuera subir las escaleras, pero no, para eso utilizo el ascensor.

Al salir a la calle me di cuenta de que no tenía ninguna gana de ir a trabajar. Nunca tengo ganas, pero ese día no me di cuenta hasta que salí a la calle. Mi ánimo empezó a decaer. Decaía al mismo tiempo que aumentaba mi cabreo y, con él, las ganas de acabar con todo aquel que se cruzara por delante de mí.

La calle estaba tranquila y no había gente, «menos mal», pensé. Me había convencido a  mí mismo de que puede que me llevara a alguien por delante. Me empecé a preocupar… por mis compañeros de trabajo.

Según avanzaba en mi camino hacia el trabajo, me empecé a imaginar que la tierra se abría. El lugar donde debían estar las canalizaciones de agua y gas, o los túneles del metro estaba ocupado por un mar de lava. Las llamaradas eran visibles y el calor se sentía.

Sacudí la cabeza y esbocé una sonrisa maligna. No me sorprendía pensar así. Me sorprendía que la imagen fuera tan viva.

Giré en la esquina del banco, ya podía ver el edificio de mi oficina. Al salir de casa me había dado frío, pero en ese momento empecé a sentir calor. Supuse que era porque llevaba un rato caminando y habría entrado en calor. Di dos pasos más y la imagen de las calles abiertas y la lava fluyendo volvió a venir a mi cabeza. Hacía mucho calor.

Volví a sacudir la cabeza, pero la imagen no desapareció. Me detuve un momento y sentí como el sudor corría por mi cuerpo. El calor era insoportable. Veía las llamas reflejarse en las ventanas de los coches, en los cristales de los escaparates.

Volví a esbozar la misma sonrisa maligna. Me apetecía recrearme en mi mismo y ver mí sonrisa, así que me miré en uno de los escaparates.

La sonrisa se volvió una carcajada. Mi reflejo me gustaba. Me gustaba mucho. No era exactamente yo, sino una especie de demonio. Tenía los ojos enrojecidos, mi ropa no era la que me había puesto esa mañana. Era toda negra y tenía la apariencia del cuero.

Me di cuenta de que mi imaginación había transcendido a la realidad. Mi cabreo había, por alguna extraña razón, generado la realidad que deseaba en mi interior.

Con una fuerza y un valor que parecían sobrenaturales me dirigí finalmente a mi oficina. La puerta de entrada estaba en llamas. La atravesé sin problemas. Las paredes del interior del edificio estaban ennegrecidas. El amplio hall de entrada estaba repleto de gente. Eran todos mis compañeros. Al ver las llamas se habían apresurado para llegar al hall y salir a la calle. Estando la puerta bloqueada por las llamas, se habían detenido allí. Junto a la puerta, en el suelo, había lo que parecía ser dos cuerpos humanos carbonizados. Supongo que los cuerpos de dos insensatos que habían intentado cruzar la puerta  en llamas. No lo habían conseguido. Pasé por encima de ellos. Me quedé durante un momento observando a la gente. Todos empezaron a quedarse en silencio. Sólo se escuchaban sollozos y algún que otro llanto. Empecé a reír. Mi risa retumbaba en las paredes del hall. Paré de reír de golpe. Les miré a todos. En mi cabeza se estaba formando un discurso. Quería decirles que me alegraba por su miedo. Quería decirles que ese miedo era justificado. Quería decirles que iba a acabar con ellos. Quería decirles que iban a sufrir la muerte más dolorosa que se pudieran imaginar. Pero sólo pude decir una cosa. «Es el fin». Tras pronunciar esas palabras, levanté los brazos. Sentía el fuego en mis ojos. El suelo del que siempre había sido un amplio y blanco hall se abrió. Se veía fluir la lava y las llamaradas salían a la superficie. Los pobres desgraciados que estaban en el punto donde el suelo se abrió, cayeron sin remedio a la lava. Se escuchaban sus gritos de dolor. El resto empezó a apretarse los unos a los otros y contra las paredes, como si intentaran evitar caer al fuego. Nada lo impidió. Poco a poco, todos fueron cayendo. Los gritos eran ensordecedores. Volví a sonreír. Cuando todos hubieron desaparecido entre las llamas, comencé a elevarme. Atravesaba todas las plantas del edificio sin problema. Once en total. Al atravesar la última planta, sentí el aire caliente en mi cara. Miré a mí alrededor. Todas las calles estaban cubiertas de lava. Todos los edificios estaban en llamas. Madrid estaba siendo devorado por el fuego. Ningún alma rondaba la superficie. Todos habían sido engullidos por la lava. Era el comienzo del fin…